Adicción y tratamiento. Una luz en el camino.

“Cuando me dijeron que no podía beber más me quería salir del tratamiento, eso de no volver a tomar un trago en una fiesta me parecía impracticable.

 

La abstinencia es un proceso que cala profundo en la identidad de quien ha estado en períodos prolongados de consumo y ha desarrollado la enfermedad de la adicción. La posibilidad que le otorga el tratamiento de cambiar es la clave para rehacer su vida y la de su familia.

 

Desde la rabia al alivio

 

En un primer período de recuperación, la persona que ha desarrollado la adicción deja de beber o “jalar” porque tiene una imposición externa, lo invade la rabia y la demuestra en todo su comportamiento. Se siente muy mal.

 

Si bien prometen una y otra vez que dejarán la droga, se reconocen angustiados, insatisfechos, no aceptan la intervención de los demás.

 

Sin embargo, dentro del tratamiento, el segundo período de abstinencia es distinto.

 

A través de una serie de talleres el paciente analiza su biografía, su conducta, cómo han sido sus relaciones con la familia.

 

Hay un momento en que se da cuenta de que lo suyo no es un mal hábito o costumbre, sino que está enfermo.

 

Entonces ya no está enojado con los que lo rodean, puede establecer mejores relaciones con su familia, con su trabajo, no siente que la gente está contra él, presionándolo.

 

Cuando comprende que está en él mantener una abstinencia y logra esa conducta de sobriedad, se ha alcanzado lo que se conoce como conciencia de enfermedad.

 

La persona entiende que es un enfermo porque lo ha incorporado a su ser íntimo, a sus rasgos característicos de quién es y cómo es.

 

Anexar a la propia identidad ese dato objetivo es sin duda un proceso doloroso. Al comienzo es un ejercicio intelectual, porque el enfermo identifica las diferentes pérdidas que su vida ha experimentado por causa del consumo: —Yo perdí plata —dice la mayoría—, perdí a mi señora, me alejé de mis hijos, choqué el auto…

 

Cada cual con su proceso individual.

 

La adicción es una enfermedad que va deteriorando la vida emocional de una persona y “anestesiando sus sentimientos”, es como si nada le importara, como si fuera fría, indiferente a lo que le suceda a sus cercanos y familia.

 

En la medida en que la persona ha ingresado a tratamiento, va recuperando la capacidad emocional y normalizando sus sentimientos, empieza realmente a valorar lo que significan esas pérdidas:

-¿Cómo pude haber deshecho tantos afectos entrañables?-

-¿Cómo pude haber caído tan bajo…?-

 

Sin embargo, ese proceso emocional que se comienza a vivir para consolidar la abstinencia no se desarrolla conjuntamente para todas las sustancias que el afectado ha usado.

 

Por ejemplo, un consumidor de cocaína y alcohol desarrolla mucho más rápido la conciencia de enfermedad con la primera sustancia.

 

Acepta que con la cocaína sufrió grandes pérdidas, pero frente al trago su actitud es menos inmediata: —A lo mejor en un año más, después del matrimonio de mi hija… intentaré no beber más alcohol.

 

Por lo general, los enfermos empiezan a fantasear, no reconocen que pueden tener problemas con otra sustancia.

 

En el caso en que se ha usado alcohol y tranquilizantes, la conciencia de enfermedad, en cambio, se suele desarrollar más rápido con el alcohol: —Pero cómo no voy a poder tomar una tabletita si estoy tan nervioso —argumentan.

 

Avanzado en el tratamiento, puede captar que su enfermedad consiste en ese afán de echar mano a cualquier sustancia que pueda modificar su estado de ánimo y, por consecuencia, termina por aceptar que su abstinencia se debe extender a toda sustancia adictiva.

 

Al primer año de tratamiento la persona logra modificar el vínculo que mantenía con la sustancia adictiva, la mejoría física y emocional comienza a notarse tempranamente.

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